sábado, 9 de junio de 2012

Libre de todos mis demonios

 Hoy soñé que volvías a despertarme, y como decía aquel, casi me desmonto. Ha sido un sueño recurrente desde hace años: tu y yo en la cama. Y aunque normalmente es un sueño tórrido, húmedo de sudor, hoy ha sido lo que se dice bonito. Parecía de una vida que no me pertenece, que no es la mía. Una vida en la que no soy yo. Cuando me despertabas, el reloj marcaba las 6:14 de la mañana, porque habían llamado de mi trabajo y me mirabas enfadada, con los  como diciendo: “¿que horas son éstas?” Y yo cogía ese teléfono preguntando en voz alta: “Será mejor que esto sea más importante que lo del perro de los Baskerville”. Cosas de los sueños. Cosas de los sueños, porque no he sabido en ningún momento cual era mi trabajo onírico, aunque dudo mucho que fuera de investigador criminal.

No sabía cual era ese trabajo, pero recuerdo perfectamente la sensación de despertarme contento. No suelo despertarme contento. Sea lo que sea lo que haga en la Ciudad del Amanecer, no me gusta volver a la Ciudad Azul. En mi sueño, sin embargo, no había pesar. Tu rostro, tan dulce, cono esos ojos tan grandes llenos de cielo. Tanta calma, tanta paz. Toda lo que siempre he deseado. ¿Como nadie va a estar enfadado siendo eso lo primero que ve, lo primero que siente, al despertar?

Y supe, casi al instante de despertar de verdad, que mi vida nunca sería así. Que nunca tendré paz al despertar, que nunca habrán unos ojos llenos de ternura mirándome desde el otro lado. Que mi vida tendrá siempre de todo, pero a la vez siempre será turbulenta. Y tampoco lo querría de otra manera. Tengo paz en los sueños y vida en la vigília. De un extremo al otro, siempre.

sábado, 2 de junio de 2012

Kenvisel Garralaga, anarquista de suelo


Kenvisel nos encuentra en la puerta del garito de esta noche. Hemos salido a echar el piti de la media parte, después de la primera birra. Viene zigzagueando por la calle, con una mediana en la mano y los ojos brillantes. Lleva una camiseta amarilla con la estampa de la Virgen de la Muerte, comprada, según él, en Venezuela. Es una virgen clásica: cabeza ladeada, corona de espinas, y llora una lágrima negra, pero sostiene un revólver que apunta hacia afuera, entre una banda con las palabras “hates” y “pain”. Kenvisel es un tio excepcional, que ha leido a Dovstoievski, a Trotski, a Freud y a Nietzche.
Su compañero de piso, o más bien el nota que le ha invitado a vivir en su casa, se llama Adolf, aunque a él le gusta llamarlo “El Puto Manco”. Le ha regalado dos libros más, dos biografías. Una de Lluis Companys y otra de Durruti (que nació en León pero era vasco, y está enterrado en Barcelona). Alcohólico de pro, nos informa, Adolf era breakdancer y perdió el brazo y a su novia en un accidente de coche. Desde entonces, se levanta a las nueve de la mañana, siempre puntual, y empieza el dia como lo acaba, a base de “barreshas”. A Kenvisel le recuerda a su propia madre, también alcohólica y jura que a quien le toque al Puto Manco, se lo come, porque es vasco, de Vitoria, y los vascos ante todo, son gente leal. Admirador de todas las disciplinas de dar hostias que uno puede imaginar, Kenvisel insiste en explicar, y en demostrar, cuales son mejores para darle una paliza a alguien en plena calle y no dejarle marca, para no tener problemas con la policía al dia siguiente. Nos lo cuenta con la amargura de la raza: esta tarde ha estado con un compatriota suyo, de apellido Atiega, y quería partirle la cara, pero no ha podido ser. Los Atiega son de las familias más ricas de Euskadi y si se te ocurre hacerle algo a uno de sus miembros, ni que sea un bofetón, al dia siguiente te montas en tu coche y vuelas. Puf, así te lo digo.

Kenvisel insiste en acompañarnos dentro del bar, y para ello debe dejar la botella de cerveza en la puerta, lo cual es una lástima, porque tiene restos de cocaína en el morro. Kenvisel ha sido presidente y vicepresidente de una asociación de circo allá en Guipuzkoa. Ha sido figurista, acróbata de suelo y practica el yoyó a dos manos. Mientras mi compadre pide en la barra, Kenvisel se da cuenta de que no soy un tipo muy hablador y le pregunta a la chica de la mesa de al lado si tiene novio, pero en broma. Cansado de aspavientos, vuelve a centrar su atención en mi y me pide el chivato del tabaco. Tardo en sacarlo del paquete, a propósito, y él se va poniendo cada vez más nervisoso. Cuando se lo doy, envuelve en él tres o cuatro pollos de farlopa, a la que quiere invitarnos. “Tengo aquí un rocón, un farlopón, que lo flipais” nos dice, y asegura que ha experimentado con muchas drogas. Eme, speed, setas, pastis, muchas cosas. Kenvisel ha estado en Londres, Dublín, Rabat, Estambul y en esos sitios ha perdido dientes, salud y mujeres. Viene de Vic, de vivir con una chica catalana que conoció en Inglaterra y que le abandonó a los seis meses. Él sabe que es difícil llevar su tren de vida y que no le guarda ningún rencor, pero que menuda guarra.

Kenvisel nos pregunta si conocemos a Miguel Hernández, el poeta del pueblo. Da puñetazos en la mesa para añadir fuerza a sus declaraciones: que tenemos que luchar y no dejarnos comer por nadie; y la camarera pasa por allí con cara de pocos amigos. A él le importa una mierda, que de allí no le echa nadie. A mi me gustaría volver a ese sitio, pero estoy demasiado ocupado tomando nota de lo que hace y dice como para preocuparme. Yo tengo mi historia y mi personaje, y por mi, como si el garito acaba como Gomorra aquella noche. Merece la pena. Kenvisel ha conseguido arrancarme unas letras, porque a pesar de su actitud violenta, no hay maldad en su corazón ni en su mirada. Todos los datos que nos ha dado sobre autores, libros, boxeo y artes marciales son, hasta donde un servidor sabe, bastante exactos. Kenvisel es un poeta guerrero y no le importa lo que la gente piense de él. Y el martes hemos quedado en que nos llamaría para un fiesta de la hostia que va a dar en casa del Adolf, que se va para todo el verano a Menorca.